Retrato de Rafael Sanz Lobato
RAFAEL SANZ LOBATO. PREMIO NACIONAL DE FOTOGRAFÍA 2011
"He sido siempre un autor marginal"
Las icónicas imágenes de este sevillano del 32, pionero del documental antropológico, salen del ostracismo en una retrospectiva que reúne desde hoy en Santa Clara todas sus etapas creativas.
CHARO RAMOS / SEVILLA17 Enero, 2013
Era un desconocido en su tierra, Sevilla, donde nació en 1932. Hasta hoy. Rafael Sanz Lobato, premio Nacional de Fotografía 2011 por una obra documental que "constituye un puente entre la nueva vanguardia neorrealista de la posguerra y los métodos de observación fotográfica posteriores al 68", según el acta del jurado, inaugura a las 20:00 en el Convento de Santa Clara la gran retrospectiva de su carrera. La muestra, organizada por el Ayuntamiento de Sevilla y el Ministerio de Cultura con la colaboración de la Fundación Lara, podrá verse luego en Madrid, donde Lobato reside desde 1941, cuando en lo más crudo de la posguerra sus padres buscaron allí un futuro mejor para la familia. Él, sin embargo, nunca se adaptó a la vida en la gran ciudad y, con su cámara, rastreó cada fin de semana los pueblos deprimidos y las carreteras más remotas, fotografió las mortajas y máscaras que envuelven nuestros ritos religiosos y paganos hasta desvelar el alma de una España perdida en el tiempo que la oficialidad de los años 70 se empeñaba en silenciar. La también Premio Nacional de Fotografía Cristina García Rodero reconoce como su maestro a este republicano ácrata y combativo al que, por fin, se le dedican la muestra y el catálogo que reparan un injustificado olvido.
-Su padre era ferroviario en Sevilla, pero a los nueve años le llevó a vivir a Madrid. ¿Qué relación mantiene con esta ciudad?
-Viviría en Sevilla si hiciera menos calor. Me gusta viajar aquí en primavera, cuando la madreselva, los jazmines, el azahar y la dama de noche florecen. He venido menos de lo que me hubiera gustado y, a veces, en pleno agosto y por trabajo, como cuando tuve que fotografiar los alambiques de Cruzcampo con una cámara de placa a casi 50 grados. Cuando tengo que sudar de esa forma en Sevilla salgo espantado. Pero mi alma es andalusí, no me siento madrileño en absoluto. Andalucía es maravillosa, puro sentimiento. En mi tierra, que es la de María Santísima, dicen que las prisas son sólo buenas para los rateros y los toreros malos. Y estoy de acuerdo. Para hacer una obra propia hay que dedicarle mucho tiempo. Por eso para mí no hay nada comparable al bromuro de plata, a la fotografía analógica, al blanco y negro.
-Ha elegido posar ante la foto de una niña con gesto altivo en la procesión del Viernes Santo de Bercianos de Aliste. ¿Qué tiene de especial esta imagen de 1971?
-Es una de mis fotografías favoritas. La chica había sido madre soltera y tuvo que marcharse del pueblo para ocultar la vergüenza. Ahora regresa el Viernes Santo con esa mirada desafiante. Cuando tomé esta foto, en el 71, era la única persona que había fuera de la procesión. Cuatro años después, había ya incluso japoneses con cámaras. Pero en esos años yo estaba completamente solo, con mis dos Nikon, una de 35 y otras de 85 milímetros, fotografiando como un poseso. Estaba completamente en trance hasta que un anciano se apartó de la procesión, salió de su capa berciana y me regañó. Pero no porque disparara, sino porque estaba fumando.
-La serie de Bercianos de Aliste que abre esta exposición, con su influencia del neorrealismo italiano y el reportaje americano, se considera su documental más importante. ¿Cómo llegó allí?
-Hacia la primavera de 1969 vi en la revista Triunfo una fotografía muy pequeña y mal impresa de las mortajas. Y así encontré que en ese pueblo de Zamora, cada Jueves Santo, los varones procesionan con la capa alistana, una capa de paño de lana hecha en Béjar que pesa 8 kilos seca y unos 20 kilos cuando está mojada porque no cala el agua. Era una zona bastante deprimida, en la frontera con Portugal. Llegué un Jueves Santo a las siete de la mañana, y me encontré de bruces con el funeral de un antiguo cura. Todos los del pueblo que podían andar estaban allí en el sepelio. Me quedé absolutamente impactado, fue el primer golpe fuerte. Luego, por la tarde, ver a la gente procesionando con las capas pardas me provocó otra emoción muy intensa. Y por fin al día siguiente me encontré con la célebre procesión, donde los hombres desfilan con la mortaja que les regala la novia el día que se casan y que llevan todos los Viernes Santos hasta que cumplen los 60 años. A partir de esa edad se ponen la capa berciana, que es con la que los entierran el día que mueren.
-Fue el primero de sus trabajos que obtuvo repercusión internacional. Curiosamente, su papel en la historia de la fotografía española ha sido más difundido en el extranjero que aquí.
-He sido siempre un autor bastante marginal y, además, fui reportero de fines de semana. Al principio trabajaba de lunes a viernes en compañías americanas que, gracias a mi buen nivel de inglés, porque me preparaba incluso los exámenes de Proficiency, me pagaban bien y me permitían sacar adelante a mi familia, ya que era el mayor de cinco hermanos y mi padre murió pronto. Tuve que esperar a los 22 años para comprarme mi primera cámara. En 1961 ingresé en la Real Sociedad Fotográfica pero choqué frontalmente con su presidente, Gerardo Vielba, un franquista que nos arrinconaba y nos llamaba rojos a la espalda. Y yo nunca he sido rojo, sino progre con ribetes humanistas, purista y, sobre todo, ácrata. Hacia 1970 ya había renunciado a participar en concursos y salones, estaban todos amañados. No había aquí nada relacionado con proyectos serios de fotografía, así que decidí enviar una docena de instantáneas a la revista americana Popular Photography, que me compró más de la mitad para su cotizado Anuario (Photography annual) de 1971. Por ese trabajo dicen que he sido el pionero del documentalismo con tintes antropológicos en España. En Estados Unidos mi obra se ha mostrado en varias colectivas en las principales capitales y en una individual en el Cervantes de Chicago.
-Son esas fotos de 1971 las que vio Cristina García Rodero y le inspiraron el camino a seguir.
-Es la mejor fotógrafa española del siglo XX y se merece haber sido fichada por Magnum. Pero no comparto su uso del formato grande, que lo han impuesto los galeristas para vender más caras las fotografías. Todas estas imágenes están positivadas por mí expresamente para esta exposición y en mi estudio en 40x50. Es el formato en el que me gusta trabajar.
-¿Qué papel jugó el documental americano en su formación?
-Mi primo José María Lobato, que vivía en Montreal, me había regalado una suscripción a Popular Photography y allí descubrí el documentalismo y a los grandes maestros, como Edward Weston, Richard Avedon, Eugene Smith... Me gustan especialmente Ansel Adams y Harry Callahan, por la perfección y sensibilidad de sus paisajes; Weston, por su creatividad sin límites. Y, por supuesto, los documentales de Smith, aunque cuando descubrí que había preparado las imágenes de su reportaje The Spanish Village me disgusté mucho. No me gusta alterar la realidad, lo máximo que he llegado a decirle al retratado es "espera un momento". Cuando me encontré a esta niña de Valverde de la Vera (Cáceres, 1969) que iba con el abriguito mal abrochado le dije "espera", ella se dio la vuelta y, en ese momento, disparé. El fotógrafo documental nunca debe manipular a la gente.
-En Salamanca, Galicia y Extremadura encontró algunas de sus imágenes más potentes.
-Desde finales de los 50 hasta 1977 trabajé en multinacionales americanas. Llegaba el viernes a la empresa con una bolsa y tres o cuatro objetivos. En cuanto terminaba la jornada corría con el coche hacia Pontevedra para fotografiar los caballos de la serie de A Rapa das Bestas, o al norte de Cáceres, que es una zona muy especial. En La Vera, por ejemplo, la matanza del cerdo se realizaba en plena calle. En esos años hacía hasta 25 rollos en un fin de semana que revelaba al siguiente. También iba mucho a Pedro Bernardo, un pueblo de Ávila donde fotografié en 1967 a ese maletilla que se ha alquilado el traje de luces en vano y que es una de mis obras más célebres. El director de fotografía Teo Escamilla, que era sevillano, lloró cuando la vio en mi estudio porque era muy aficionado a los toros y percibió toda la tragedia que concentra la escena. La fotografía ha sido mi pasión. Los 16 ó 17 años que estuve haciendo documentalismo de fin de semana fueron los más felices de mi vida, disfruté mucho y también sufrí. Quizá porque tuve que vivir forzosamente en la gran ciudad y no podía mudarme me gustaba documentar todo lo que ocurría en el campo, en las aldeas. Incluso cuando he fotografiado Madrid apenas se huele la gran capital, son escenas de verbenas que podrían suceder en otra parte.
-Hacia 1977 se profesionaliza y comienza a trabajar como freelance para instituciones como el Ministerio de Cultura, realiza fotos publicitarias y cubre campañas políticas. Es célebre su retrato de Mariano Rajoy fumando un habano. Trabajos que ha dejado fuera de esta gran retrospectiva.
-Aquí no hay ningún encargo profesional. Están sólo mis series creativas y personales, que son las que considero más importantes. Los documentales se reúnen en la planta baja del Convento de Santa Clara y, arriba, pueden verse mis retratos y los bodegones que compongo en los últimos años.
-Los retratos, que evocan los de Irving Penn por la ausencia de decorado y la rotundidad, o estos últimos bodegones, muy influidos por Morandi y Man Ray, muestran su gran variedad de registros, más allá del reportaje antropológico sobre el que se cimenta su prestigio. ¿Sigue trabajando diariamente?
-Tengo una enfermedad degenerativa en los ojos y veo muy mal por los visores de las cámaras. No controlo bien ni la iluminación ni el gesto en el retrato, por eso estoy centrado en los bodegones, que realizo en mi estudio con una cámara de medio formato sobre el trípode y una luz muy potente. Son trabajos muy artesanales y escultóricos. Comencé a trabajar con ellos a finales de los 80 y ya he completado más de treinta.
-¿Se siente reconciliado con el oficio tras recibir en 2011 el Premio Nacional de Fotografía?
-No me lo esperaba y creo que me lo han dado a destiempo. Pero esta exposición, que se realiza con motivo del premio, que han preparado estos dos grandes comisarios, David Balsells y Chantal Grande, y que hubiera sido imposible sin entusiasmo de Benito Navarrete, que se empeñó en descubrirme en mi tierra, en Andalucía, sí me hace una gran ilusión.
Era un desconocido en su tierra, Sevilla, donde nació en 1932. Hasta hoy. Rafael Sanz Lobato, premio Nacional de Fotografía 2011 por una obra documental que "constituye un puente entre la nueva vanguardia neorrealista de la posguerra y los métodos de observación fotográfica posteriores al 68", según el acta del jurado, inaugura a las 20:00 en el Convento de Santa Clara la gran retrospectiva de su carrera. La muestra, organizada por el Ayuntamiento de Sevilla y el Ministerio de Cultura con la colaboración de la Fundación Lara, podrá verse luego en Madrid, donde Lobato reside desde 1941, cuando en lo más crudo de la posguerra sus padres buscaron allí un futuro mejor para la familia. Él, sin embargo, nunca se adaptó a la vida en la gran ciudad y, con su cámara, rastreó cada fin de semana los pueblos deprimidos y las carreteras más remotas, fotografió las mortajas y máscaras que envuelven nuestros ritos religiosos y paganos hasta desvelar el alma de una España perdida en el tiempo que la oficialidad de los años 70 se empeñaba en silenciar. La también Premio Nacional de Fotografía Cristina García Rodero reconoce como su maestro a este republicano ácrata y combativo al que, por fin, se le dedican la muestra y el catálogo que reparan un injustificado olvido.
-Su padre era ferroviario en Sevilla, pero a los nueve años le llevó a vivir a Madrid. ¿Qué relación mantiene con esta ciudad?
-Viviría en Sevilla si hiciera menos calor. Me gusta viajar aquí en primavera, cuando la madreselva, los jazmines, el azahar y la dama de noche florecen. He venido menos de lo que me hubiera gustado y, a veces, en pleno agosto y por trabajo, como cuando tuve que fotografiar los alambiques de Cruzcampo con una cámara de placa a casi 50 grados. Cuando tengo que sudar de esa forma en Sevilla salgo espantado. Pero mi alma es andalusí, no me siento madrileño en absoluto. Andalucía es maravillosa, puro sentimiento. En mi tierra, que es la de María Santísima, dicen que las prisas son sólo buenas para los rateros y los toreros malos. Y estoy de acuerdo. Para hacer una obra propia hay que dedicarle mucho tiempo. Por eso para mí no hay nada comparable al bromuro de plata, a la fotografía analógica, al blanco y negro.
-Ha elegido posar ante la foto de una niña con gesto altivo en la procesión del Viernes Santo de Bercianos de Aliste. ¿Qué tiene de especial esta imagen de 1971?
-Es una de mis fotografías favoritas. La chica había sido madre soltera y tuvo que marcharse del pueblo para ocultar la vergüenza. Ahora regresa el Viernes Santo con esa mirada desafiante. Cuando tomé esta foto, en el 71, era la única persona que había fuera de la procesión. Cuatro años después, había ya incluso japoneses con cámaras. Pero en esos años yo estaba completamente solo, con mis dos Nikon, una de 35 y otras de 85 milímetros, fotografiando como un poseso. Estaba completamente en trance hasta que un anciano se apartó de la procesión, salió de su capa berciana y me regañó. Pero no porque disparara, sino porque estaba fumando.
-La serie de Bercianos de Aliste que abre esta exposición, con su influencia del neorrealismo italiano y el reportaje americano, se considera su documental más importante. ¿Cómo llegó allí?
-Hacia la primavera de 1969 vi en la revista Triunfo una fotografía muy pequeña y mal impresa de las mortajas. Y así encontré que en ese pueblo de Zamora, cada Jueves Santo, los varones procesionan con la capa alistana, una capa de paño de lana hecha en Béjar que pesa 8 kilos seca y unos 20 kilos cuando está mojada porque no cala el agua. Era una zona bastante deprimida, en la frontera con Portugal. Llegué un Jueves Santo a las siete de la mañana, y me encontré de bruces con el funeral de un antiguo cura. Todos los del pueblo que podían andar estaban allí en el sepelio. Me quedé absolutamente impactado, fue el primer golpe fuerte. Luego, por la tarde, ver a la gente procesionando con las capas pardas me provocó otra emoción muy intensa. Y por fin al día siguiente me encontré con la célebre procesión, donde los hombres desfilan con la mortaja que les regala la novia el día que se casan y que llevan todos los Viernes Santos hasta que cumplen los 60 años. A partir de esa edad se ponen la capa berciana, que es con la que los entierran el día que mueren.
-Fue el primero de sus trabajos que obtuvo repercusión internacional. Curiosamente, su papel en la historia de la fotografía española ha sido más difundido en el extranjero que aquí.
-He sido siempre un autor bastante marginal y, además, fui reportero de fines de semana. Al principio trabajaba de lunes a viernes en compañías americanas que, gracias a mi buen nivel de inglés, porque me preparaba incluso los exámenes de Proficiency, me pagaban bien y me permitían sacar adelante a mi familia, ya que era el mayor de cinco hermanos y mi padre murió pronto. Tuve que esperar a los 22 años para comprarme mi primera cámara. En 1961 ingresé en la Real Sociedad Fotográfica pero choqué frontalmente con su presidente, Gerardo Vielba, un franquista que nos arrinconaba y nos llamaba rojos a la espalda. Y yo nunca he sido rojo, sino progre con ribetes humanistas, purista y, sobre todo, ácrata. Hacia 1970 ya había renunciado a participar en concursos y salones, estaban todos amañados. No había aquí nada relacionado con proyectos serios de fotografía, así que decidí enviar una docena de instantáneas a la revista americana Popular Photography, que me compró más de la mitad para su cotizado Anuario (Photography annual) de 1971. Por ese trabajo dicen que he sido el pionero del documentalismo con tintes antropológicos en España. En Estados Unidos mi obra se ha mostrado en varias colectivas en las principales capitales y en una individual en el Cervantes de Chicago.
-Son esas fotos de 1971 las que vio Cristina García Rodero y le inspiraron el camino a seguir.
-Es la mejor fotógrafa española del siglo XX y se merece haber sido fichada por Magnum. Pero no comparto su uso del formato grande, que lo han impuesto los galeristas para vender más caras las fotografías. Todas estas imágenes están positivadas por mí expresamente para esta exposición y en mi estudio en 40x50. Es el formato en el que me gusta trabajar.
-¿Qué papel jugó el documental americano en su formación?
-Mi primo José María Lobato, que vivía en Montreal, me había regalado una suscripción a Popular Photography y allí descubrí el documentalismo y a los grandes maestros, como Edward Weston, Richard Avedon, Eugene Smith... Me gustan especialmente Ansel Adams y Harry Callahan, por la perfección y sensibilidad de sus paisajes; Weston, por su creatividad sin límites. Y, por supuesto, los documentales de Smith, aunque cuando descubrí que había preparado las imágenes de su reportaje The Spanish Village me disgusté mucho. No me gusta alterar la realidad, lo máximo que he llegado a decirle al retratado es "espera un momento". Cuando me encontré a esta niña de Valverde de la Vera (Cáceres, 1969) que iba con el abriguito mal abrochado le dije "espera", ella se dio la vuelta y, en ese momento, disparé. El fotógrafo documental nunca debe manipular a la gente.
-En Salamanca, Galicia y Extremadura encontró algunas de sus imágenes más potentes.
-Desde finales de los 50 hasta 1977 trabajé en multinacionales americanas. Llegaba el viernes a la empresa con una bolsa y tres o cuatro objetivos. En cuanto terminaba la jornada corría con el coche hacia Pontevedra para fotografiar los caballos de la serie de A Rapa das Bestas, o al norte de Cáceres, que es una zona muy especial. En La Vera, por ejemplo, la matanza del cerdo se realizaba en plena calle. En esos años hacía hasta 25 rollos en un fin de semana que revelaba al siguiente. También iba mucho a Pedro Bernardo, un pueblo de Ávila donde fotografié en 1967 a ese maletilla que se ha alquilado el traje de luces en vano y que es una de mis obras más célebres. El director de fotografía Teo Escamilla, que era sevillano, lloró cuando la vio en mi estudio porque era muy aficionado a los toros y percibió toda la tragedia que concentra la escena. La fotografía ha sido mi pasión. Los 16 ó 17 años que estuve haciendo documentalismo de fin de semana fueron los más felices de mi vida, disfruté mucho y también sufrí. Quizá porque tuve que vivir forzosamente en la gran ciudad y no podía mudarme me gustaba documentar todo lo que ocurría en el campo, en las aldeas. Incluso cuando he fotografiado Madrid apenas se huele la gran capital, son escenas de verbenas que podrían suceder en otra parte.
-Hacia 1977 se profesionaliza y comienza a trabajar como freelance para instituciones como el Ministerio de Cultura, realiza fotos publicitarias y cubre campañas políticas. Es célebre su retrato de Mariano Rajoy fumando un habano. Trabajos que ha dejado fuera de esta gran retrospectiva.
-Aquí no hay ningún encargo profesional. Están sólo mis series creativas y personales, que son las que considero más importantes. Los documentales se reúnen en la planta baja del Convento de Santa Clara y, arriba, pueden verse mis retratos y los bodegones que compongo en los últimos años.
-Los retratos, que evocan los de Irving Penn por la ausencia de decorado y la rotundidad, o estos últimos bodegones, muy influidos por Morandi y Man Ray, muestran su gran variedad de registros, más allá del reportaje antropológico sobre el que se cimenta su prestigio. ¿Sigue trabajando diariamente?
-Tengo una enfermedad degenerativa en los ojos y veo muy mal por los visores de las cámaras. No controlo bien ni la iluminación ni el gesto en el retrato, por eso estoy centrado en los bodegones, que realizo en mi estudio con una cámara de medio formato sobre el trípode y una luz muy potente. Son trabajos muy artesanales y escultóricos. Comencé a trabajar con ellos a finales de los 80 y ya he completado más de treinta.
-¿Se siente reconciliado con el oficio tras recibir en 2011 el Premio Nacional de Fotografía?
-No me lo esperaba y creo que me lo han dado a destiempo. Pero esta exposición, que se realiza con motivo del premio, que han preparado estos dos grandes comisarios, David Balsells y Chantal Grande, y que hubiera sido imposible sin entusiasmo de Benito Navarrete, que se empeñó en descubrirme en mi tierra, en Andalucía, sí me hace una gran ilusión.
CRISTINA GARCÍA RODERO
RAFAEL SANZ LOBATO
DOS GIGANTES DE LA FOTOGRAFÍA
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BLOG DE RAFAEL SANZ LOBATO
Esta colección de su obra fue donada a Pedro Taracena Gil, su amigo y alumno.
OTRA DE SUS COLECCIONES